miércoles, 7 de diciembre de 2016

Magnetismo


Entramos a Santiago de Cuba poco después de Fidel. Las guaguas solo podían llegar hasta el parqueo de Tropicana. A una hora de haber pasado el cortejo fúnebre por ahí, las ondas del lugar conservaban tal magnetismo que era como tocar al Comandante en Jefe. Un creyente en los espíritus tenía erizada la piel. Éramos 102 con la provincia en peso, y en todos, le aseguro, estaba completo El Camagüey.
 
A las tres de la tarde iniciamos la caminata a la Plaza de la Revolución Antonio Maceo. Dijeron que andaríamos más de un kilómetro a pie. No impactaba un sol ardiente, pero el calor entre ascensos y descensos nos hacía extrañar mucho las llanuras. Cuando parecía terminar la ruta, debimos seguir de largo por un borde, rumbo a la entrada del estadio Guillermón, entonces alguien en broma sugiere que para completar la hazaña estábamos a un paso de “asaltar el Moncada”.

 
En el circunvalar los militares no eran cordón de seguridad. A ambos lados los hallamos en descanso, con las botas a un costado y los pies casi sin apoyar al piso. En esos alrededores fluía la concurrencia de vecinos, estudiantes, pobladores con el resto del Oriente que iba como nosotros, en un flujo efervescente, cada cual con su manera de hacerse notar.
 
Antes de las cuatro de la tarde, al fin, cruzamos desde el fondo de la “Antonio Maceo” hasta el mismísimo centro, después de 4.5 kilómetros exactos. Ser los mirados de la plaza y en seguida los buscados producía extraña sensación. Entre exclamaciones nos surgió El Mayor, también himno de combates, creció el coro, y se pegó una consigna: ¡Tengo lo que tenía que tener: un tinajón, un Agramonte y la sonrisa de Fidel!
 
Camagüey no dejaba de sellarse en aquel palpitante corazón de Cuba, delante de la cortina de machetes con el Titán, ventana en bronce a las montañas de la heroicidad, imagen apacible de la Sierra de lo irredento. De esa contemplación del lienzo vivo de las rebeldías, que en una zona del cielo esa tarde la Naturaleza también pintó un arcoíris, volví al grupo por el desahogo de una voz. Dionil quiso compartir su poema. Esta profesora de la escuela de Economía, antes de abrazarme dijo su porqué: “Este es el grupo que se siente”.
Nos habíamos situado en círculo, al abrigo de pancartas, imágenes de Fidel, la Enseña Nacional y las banderas de la AHS y la FEU, las tres izadas en brazos de jóvenes. Al extremo de mi diámetro descubrí a otra santiaguera. Virginia pasó horas allí con su insignia. 

Para la parte superior de una varilla logró un corazón rojo de poliespuma, coronado con rayitos dorados, y al que le pegó recortes del Sierra Maestra, el periódico local donde con letra pequeñita publicaron dos poemas, uno hecho plegaria desde el título, “Protégeme al Comandante”, y que termina: Virgen de la Caridad/ protégeme la ciudad,/ protégeme a mí o a aquel/protege a Raúl también. Esta enfermera se me deshizo en llanto y me preocupó cuando supe de su peritaje por infarto. Tremendo temple. Tremendo.
 
Ya faltaba media hora para el inicio del acto de masas, dos hombres se topan cerca de nosotros. Uno pregunta: “¿Hay algún grupo como este? No ha parado”. El amigo responde: “Ninguno. Es Camagüey. Son duros”.
 
A los pocos minutos, un viejo conocido que en sus tiempos dirigió la santiaguera Casa del Joven Creador, hacía fotos entre la gente y en sus enfoques descubrió al colega de entonces, ahora presidente de la filial agramontina de la AHS. En la efusividad del saludo, Tití contó su vivencia: “Hoy se me parqueó alante. Me desbarató. Hay una vibración…”
 
Tití se refería al féretro, esa cajita de cedro bajo urna de cristal que electrizó la nación. Sentí mi espasmo de las 7:10, la noche que llegó entre luces blancas de celulares para entrar a la Plaza de la Revolución de Camagüey. No se me olvida Jorge Luis, el topógrafo que aún de día guardó en su bolsillo el naylon de algún bocadito, con el que el viento jugaba sobre el asfalto. Volví a escuchar la voz lánguida de la octogenaria Bertha, ama de llaves de los jefes de Planta Mecánica, con un deseo bañado en lágrimas: “Que esta juventud lo siga”. Tampoco a Andy, de 11 años, envuelto en la Bandera, quien me describió su sensación como “algo grande”, ni al Mayor Nelson con la emoción traducida en escalofríos.
 
Esa fascinación también estaba en Santiago, en el vaivén de energías en el monumento donde seguía irradiando el magnetismo. Pero de todas las señales, la mayor prueba de que Fidel ha estado escuchándonos siempre llegó en la voz de su hermano: Raúl nos lustró el sano orgullo. En medio de su desgarramiento volvió una y otra vez con acento a El Camagüey. Conexión directa a los 102 con la provincia en peso, signos del azar concurrente, eclosión de los misterios que nos acompañan.

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